sábado, 12 de abril de 2008

Guarda Do Embaú


El año pasado también me fui de vacaciones a la playa. Yo, que soy bicho de montaña, hace dos años que elijo el mar y la arena para tomarme catorce días de relax y desconexión.

Seguramente de las vacaciones pasadas me quedó el recuerdo imborrable de Cabo Polonio. Esta vez, del Sur de Brasil, me llevo Guarda Do Embaú.

Tengo muy mala memoria pero ruego que este lugar me quede archivado de por vida. De todas maneras si no lo recuerdo visualmente, no importa tanto porque lo que más disfruté en Guarda Do Embaú fueron las sensaciones.

Sí, ya sé, las sensaciones no se pueden describir -¿será una frase hecha, instalada por los periodistas que no saben cómo hacerlo?- pero voy a intentarlo. Primero, como dirían los ingleses, “Picture this”: Arena blanca, día soleado, rocas amigas, cangrejos que apenas si se dejan ver, caracoles, morro, vegetación y agua de mar abierto.

En la prainha de Guarda Do Embaú, a la que se accede después de hacer una trilha por un caminito de pradera muy Laura Ingalls, no había mucho más que eso. Fuimos en grupete -éramos cuatro- y mientras discutíamos si el césped estaba cortado con máquina o se lo comían las vacas, de repente, como por arte de magia, cada uno se fue por su lado. Facu se sentó en una roca, Laura, su novia, caminó en busca de restos fósiles y caracoles, Ay charló un rato con Facu y después se acomodó solita en otra piedra.

Había tanto viento en Guarda que yo me acuné entre las rocas que me resguardaban un poco. Y ahí abrí los ojos, siempre los tuve abiertos pero en ese momento comencé a mirar con atención y a disfrutar profundamente lo que estaba viendo.

El cielo algo nublado parecía dibujado por pincel artista, el mar eterno, poderoso, se hacía escuchar bien fuerte contra las rocas. El agua helada -tan fría como la de Mar del Sur- contrastaba con la calidez de las piedras y la arena.

Creo que nunca estuve tan concentrada en mi vida –¡ojalá me pasara lo mismo cada vez que agarro un apunte!-. Tal era el grado de concentración que a pesar de mi miopía y astigmatismo vi un caracol en un charco de agua entre las rocas. “Parece vivo”, me digo y lo agarro para mirarlo mejor. Corroboro que estaba vivo nomás y enseguida pensé: “Qué bien que viven algunos”.

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