miércoles, 24 de marzo de 2010

Palabras más, palabras menos


-Buen viaje y cuidáte. Te amo mucho, hijo.
-Yo también.
La imagen era por demás llamativa: a punto de salir el tren, un padre joven acompañando a la estación a su hijo adolescente, que tenía un look entre rapero y basquetbolista: el pelo teñido, la cara poblada por piercings, las uñas semi despintadas de negro, la mochilita de Metallica, llena de escritos en liquid paper, la gorra roja y negra que rezaba: “Truth hurts”. Las palabras que se dijeron fueron muy expresivas, después se fundieron en un abrazo y se despidieron. El chico viajó a mi lado porque se quería volver a su casa, se había embolado en Mar del Plata.
-Estos asientos son de los 80, 70, por ahí, ¿no?
-De antes. De los 60, o de antes deben ser. Estos trenes los trajo Perón en los 50, más o menos.
-¿De dónde los trajo?
-Creo que de España.
-¿Cuántos compró?
-No sé, qué sé yo cuántos.
-O sea que podemos decir que estamos en un tren peronista.
-Jaja. 
Un diálogo extraño para esos personajes, palabras que me quedaron sonando durante las siete horas de viaje, retumbaban, pasaban de un oído a otro en el balanceo del cuerpo que acompañaba al movimiento del tren, condimentaban el paisaje bonaerense de ruta 2, y campos verdes, bien verdes por la lluvia.
-Te amo mucho, hijo.
Palabras sinceras, simples pero difíciles de pronunciar, que no se dicen a menudo. Palabras que se escupen mucho en la tele, en las novelas de la tarde o en las de la noche, pero que no son sentidas, no son como estas.

sábado, 20 de marzo de 2010

Contraimagen

No los conté pero deben ser al menos 10 kilómetros. Sí, esa debe ser la distancia entre la casa de mi abuela y La Morocha, una de las playas del sur de Mar del Plata. Bien al sur, pasando Punta Mogotes, pasando El Faro, en la ruta que va a Miramar.

Antes de encontrarme con ella, yo estaba todo el día en la otra punta, en las playas del norte, porque quedan más cerca, porque son más despobladas y porque podía entrar con la bicicleta. La bici me acompañó siempre a la playa. ¡Hasta fue a Santa Clara! Y esta vez no iba a ser la excepción. Ni la hora, ni la temperatura, ni las pronunciadas lomadas de la ciudad feliz impedirían que yo fuera motorizada a La Morocha.

Salí once y cuarto porque había quedado en encontrarme con ella a las 12, justo en la entrada. No tenía idea cuánto iba a tardar pero dije, por las dudas, salgo con tiempo. El camino se hizo duro, difícil, arduo. El sol lastimaba a pesar del protector solar, el viento se volvía en contra y era caliente como la arena. Las calles en subida se multiplicaban y el camino era como un laberinto, no podía encontrar el destino.

No miré nunca el reloj pero me daba cuenta de que una vez más estaba llegando tarde. Hacía lo imposible para pedalear más rápido pero estaba agitada, el sudor recorría todo mi cuerpo, se me empañaban los anteojos de sol.

A las doce, doce y diez llego, miro enfrente y la veo: ella estaba ahí parada casi en la puerta del autocamping. Rubia, vestida de azul como siempre, con su vinchita con cascabeles, con la musculosa semi puesta, el corpiño de la bikini que se asomaba, broceándose, cosechando piropos. Yo, llegué acalorada, agitada, despeinada, empapada en transpiración, me sentí el ciclista de Las trillizas de Belleville y ni siquiera recibí una palabra de aliento en todo el camino.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Tarde-noche de tenis


Empezó el 2010 y volví  a los courts. Hace rato que fantaseaba con la idea, pero mi corto presupuesto (para más detalles, ver post anterior) no me dejaba avanzar, dar ese primer paso. Sin embargo, un día de semana, caminando por Congreso, me llama la atención un cartel: “Tenis: 4953-0044”. Simple, corto, conciso. Lo recordé y llamé porque pensé que podría ser una señal. Y no me equivoqué, hay una opción interesante de clases grupales por $160 mensuales, que para este deporte, resulta un buen precio.
Fui nomás y quedé fascinada. No tanto por la clase en sí –somos cinco chicas– pero más por el lugar. Es una terraza ocupada por tres canchas de polvo de ladrillo, rodeada de edificios antiguos. El cielo estaba cubierto, avisaba lluvia, el viento levantaba polvo, las pelotas se multiplicaban y las cúpulas de los edificios asomaban cerca nuestro, fijas como estatuas, inamovibles, marcaban su presencia, imponían respeto.
Y yo, otra vez con mi raqueta en mano, pegando derechas largas que se iban afuera, reveses flojos, y yéndome a la red con poco pero con decisión, ganando algunos puntos, perdiendo pocos, alentando a las compañeras, haciéndole chistes al profesor... Contenta, muy contenta.