martes, 23 de febrero de 2010

Noche de película


El Gaumont es el lugar ideal para nosotros los consumidores de cultura que tenemos los bolsillos flacos, que siempre intentamos armar programas de bajo presupuesto. Somos los que ganamos menos del mínimo, los que no tenemos un trabajo fijo, los que estamos desocupados, los que pagamos expensas o alquileres siderales, los que rara vez nos damos un gusto, los que apenas si podemos ahorrar para las vacaciones, los que llegamos con lo justo a fin de mes. Nosotros, al Gaumont, deberíamos rendirle homenaje; propongo hacerle un monumento humilde, con llaves fundidas, ahí nomás en la Plaza del Congreso. Porque no solo la entrada es una bicoca –$6 los adultos–, sino que además, nos ofrece películas inolvidables. Sede del Bafici, del festival Nueva Mirada, y de films de autor que deambulan en el circuito off. Y todo, en calidad fílmica, no como las cadenas Arteplex que por $23 te pasan casi la misma programación –actualmente en ambos cines se repiten Cinco días sin Nora, Los viajes del viento y Andrés no quiere dormir la siesta– pero en formato digital.

A ese lugar maravilloso fui la semana pasada a ver una de esas películas latinoamericanas que pintan bien. Los viajes del viento es la historia de un juglar colombiano, un acordeonista que va de pueblo en pueblo batiéndose a duelo con otros, demostrando su talento para tocar y armar canciones en el momento, divirtiendo y haciendo bailar al público. Este personaje emprende un viaje inolvidable por el norte de su país con la intención de devolverle el acordeón a su maestro.

El viaje es inolvidable para Ignacio, el juglar, para Fermín, su acompañante, y no me quedan dudas que para nosotros, los espectadores. El director desnuda paisajes que son impensados, al menos todos juntos, en un mismo film: sierras verdes, campos llenos de sembradíos, atardeceres dorados, madrugadas solitarias subexpuestas que apenas distinguen una silueta de un joven y su acordeón como si se integrasen en uno solo, una casa precaria aislada en un valle, almas solas que recorren un camino, tradiciones fuertes, profundamente sentidas, música tradicional, de la tierra, rostros que se esconden debajo de un sombrero para protegerse del sol que golpea duro, agua de sudor, agua salada, ritos aborígenes, salares desérticos, gente que se viste de blanco, gente que se viste con muchos colores, gente que baila, que canta, que se mama, que se divierte, que se pone violenta, que trabaja.

La música y la poesía de la imagen toman un camino fantástico, viajan lento, se mueven despacio al ritmo del viento, y nosotros saboreamos de a poco ese manjar, como si la película fuera un chocolate que lo cuidamos, lo mantenemos el mayor tiempo posible en la boca para poder disfrutarlo al máximo, para retener siempre ese sabor dulce y placentero.  

miércoles, 17 de febrero de 2010

Noche de carnaval


Acá, en Río, en Salvador, en Montevideo, en La Paz, en General Guido, en Gualeguaychú, febrero es carnaval. Cada uno tiene su impronta: el de Río es el “mais grande do mundo”, el de Salvador, el mais louco, el de Montevideo, el que más dice, el de La Paz, el más ritualista, el de Gualeguaychú, el más caro –según Clarín–, y el de General Guido, es el Gualeguaychú del subdesarrollo, según lo definieron por ahí.
El de Buenos Aires no es nada de eso, es distinto a todos. Los viernes, sábados y domingos desde las 19 y hasta las 2 cada barrio le cede un espacio de alrededor de tres cuadras al corso. Los lugares son fácilmente identificables: unos banderines de colores que cuelgan a modo de pasacalles, una vallas apoyadas en la pared y un escenario, marcan la zona.
Alrededor de las seis de la tarde ya empiezan a aparecer los vendedores de espuma en aerosol que vienen súper cargados porque el producto es furor. Hasta hay estrategias de ataque. La idea es que nadie se dé cuenta de que cargás con el pomo, las chicas lo esconden en la cartera y al pasar le echan a algún desprevenido en la cara: los ojos, las orejas y la boca son los puntos clave. Se arman duelos, corridas y ataques cobardes, de todos contra uno. Hay mucha guerra de género y ojo con las hijas celosas, porque suelen defender con mucho énfasis a sus padres. 
A las 10 se empieza a poner, las murgas pasan de a una –son tres por noche– con un vallado que las deja exhibirse en libertad mientras el público, amuchonado, intenta algún restringido paso de baile. Hay, también, unos chicos con chaleco verde que son los encargados de correr unas soguitas al ritmo de la murga: cada vez que los murgueros dan un paso más hacia la zona del escenario, la soguita les va ganando espacio y el público se apropia de la calle.
Ya en el escenario hacen su show. Por lo general cantan o bien canciones de protesta, al uso uruguayo, o bien canciones de tinte más televisivo, que aluden a la farándula y los personajes del momento. Entre murga y murga, hay tiempo para que suban grupos de cumbia o si el presupuesto es escaso, para escuchar algunos temas de La Nueva Luna, que anuncia el presentador.
En esas horas de carnaval me di cuenta de que la murga es el pueblo y el pueblo somos todos: los piratas, los infantiles, los provocadores, los serios, los divertidos, los viejos, los niños, los jóvenes, los punkies, los hippies, los negros, los blancos, los bronceados, los gordos, los flaquitos, los feos, los lindos, los locos, los cuerdos, todos.   

domingo, 7 de febrero de 2010

Noche de diapositivas

Un domingo cualquiera de estos calurosos que venimos teniendo salgo a la tarde-noche rumbo a la casa de mi hermano. Leo está en pleno vaciamiento porque quiere vender la casa y se empezó a deshacer de sus cosas: mesa, sillas, computadora, reproductor de CD y DVD, televisor. Vive con poco y está bueno, vive bien.

La picada la armaron entre él y mi viejo en la cocina, yo esperaba muy pancha en el sillón y jugaba con las pocas cosas que quedan ahí a mano: giraba la cabeza hacia un costado para adivinar los títulos de la biblioteca, mezclaba los posavasos como si tuviera un mazo de cartas, intentaba en vano desatar un nudo de marinero de una soga.

Entre los libros de la biblioteca se asoma una caja de cartón de tamaño mediano que dice “Paximat”. No pareciera decir mucho, al menos a mí no me dice nada, sin embargo allí dentro, en su caja original, está el proyector de diapositivas. Ese mismo que sacábamos cada tanto en mi casa de Catalinas Sur o más acá en el tiempo, en mi otra casa de Barracas. Al que le soplábamos el polvo, las pelusas y enchufábamos para ver la magia: fotos de otra época, de cuando a mi papá le atraía la fotografía, de cuando era joven y capturaba imágenes luminosas, estéticas, profundas, llenas de sensaciones. Algunas gaviotas que sobrevuelan el mar, días fríos y abrigados en el sur, bigotes de los 70, chicas jóvenes con modelitos psicodélicos.

Mi hermano se deshizo de muchas cosas, pero no de lo importante. Ese domingo cualquiera recuperó tiempo, historia y puso a funcionar esa pequeña maquinita para deleitarnos con el color de las diapositivas. Esta vez el paisaje fue otro: imágenes rocosas de un viaje a Los gigantes, en Córdoba; el Irizar y el trabajo de sus tripulantes en la soledad de la Antártida. Pero la sensación de estar en otra época, persiste. Sin aire acondicionado, apenas un poquito ventilados por un turbo de hace 20 años, la música de los viejos Pericos que salía de un cassette original y las diapositivas ahí proyectadas sobre la pared eterna, de casi cuatro metros de altura, en la oscuridad de la noche. Gracias Leo.