martes, 29 de abril de 2008

viernes, 25 de abril de 2008

El 24


Esto podría empezar así: El 24 tiene ese ‘no sé qué’... Pero como no es una publicidad voy a poner primera con otro estilo. Va:

Un colectivo que me tomo habitualmente es el de la línea 24. El trayecto completo va desde Wilde hasta Villa del Parque pero yo lo uso para tramos más cortos. Barracas-San Telmo-Once-Abasto-Villa Crespo y hasta ahí llego.

El 24 es impredecible: a veces viene enseguida, otras hay que esperarlo más de media hora. El 24 puede venir vacío en hora pico, pero quizás a las tres de la mañana no te para por lo colmado que está… A veces, el 24, va a máxima velocidad y otras a paso de tortuga pero casi siempre aparece una figura ya olvidada en el transporte público argentino: el guarda.

En países vecinos -voy a hablar de Brasil y Uruguay que son los que conozco- el guarda cumple un rol fundamental: además de ser el encargado de cobrar el boleto, le avisa al conductor cuándo puede cerrar la puerta.

Aquí, en cambio, la cosa es muy distinta. Los choferes se las arreglan solos y por lo general no se las arreglan muy bien.

El 24 reivindica la figura olvidada del guarda, sólo que le da un uso inapropiado. Lo hace trabajar de vigilante: es el que controla los horarios del chofer y que los pasajeros hayan abonado correctamente el boleto.


El guarda, como el 24, también es impredecible. Es como Droopy, aparece en cualquier momento, no distingue horarios -creo que es capaz de despertarte a las dos de la mañana- y siempre está preparado, birome roja en mano, para poner tildes.

Me pasó más de una vez que tuve que sacar todo -y cuando digo todo, es todo- de mi cartera y revolver hasta en el más minúsculo rincón para encontrar el mísero boleto hecho un bollo, doblado como un acordeón o plegado como un abanico. Y me vi en la obligación de hacerlo porque el guarda del 24 -que en otros tiempos me hubiese dicho “no, dejá, está bien”- se quedaba parado a mi lado intimidándome con la mirada, moviendo el piecito, poniéndome presión para que encontrara el boleto, y lo hiciera rápido.

Y todo eso para que con su birome roja me diera el okay -se ve que ya no existen esas agujereadoras de boletos-. Parece que el 24 nos expone todo el tiempo, hoy me desquito y soy yo la que lo deja en evidencia.

jueves, 24 de abril de 2008

Macetas en las alturas



El otro día estaba con una amiga en el 24 -mañana, capítulo especial de esta línea de colectivo- y hablando de la Avenida de Mayo, la cual estábamos transitando, observo un par de macetas en las luminarias.

Los faroles públicos, esos gigantes que caracterizan a la “avenida más española de Buenos Aires” (me encantan esas definiciones), están ahora decorados con dos macetas.

Sé que hace unos días empezó la puesta en valor de la “Gran vía de Mayo” (otra definición), que impulsan el Gobierno de la Ciudad, el Ente de Turismo y el Ministerio de Cultura. Entonces intuí que la campaña de revalorización y las macetas tenían algo que ver.

El tema es que las macetas están bastante lejos del suelo y soy malísima para los cálculos pero me atrevo a decir que están a 2,5 ó 3 metros de las baldosas.

Son dos plantitas una a cada lado del farol y puede tratarse de alegría del hogar u otra especie con flores similares -no alcancé a ver bien y tampoco soy experta en botánica-.

Cuando las vi me surgieron algunas preguntas:
1) ¿Cómo las riegan?
2) ¿Su insólita ubicación es una disposición del gobierno de Macri o estaban hace siglos y yo nunca me di cuenta?
Y en el caso de que su ubicación haya sido orden del Jefe de Gobierno porteño:
3) ¿Hay algún mensaje subliminal detrás de todo esto? O sea:
4) ¿Querrá Macri indicarnos lo lejos que está del pueblo, que está más arriba que nosotros, que nos mira desde arriba?
5) Y se desprende de la cuarta: ¿Será un símbolo de poder?
6) ¿O es otro plan para erradicar a los cartoneros previendo que la caída de las plantas desde más de dos metros de altura puede provocar daños irreparables?

Quizás esto de los maceteros en las alturas es muy antiguo y yo no lo sabía. Confieso que no hice ningún trabajo de investigación, así que si alguien quiere hojear libros de historia y contarme, será bienvenido. O quizá se trate de las nuevas tendencias en el diseño. También serán bienvenidos arquitectos y diseñadores.

martes, 22 de abril de 2008

Perfume



“Perseguiré / los rastros de este afán / como busca el agua a la sed / la estela de tu perfume”. Una vez en el Auditorio Costanera Sur, en un show gratuito de Bajofondo escuché que Adriana Varela decía que el texto de Perfume la cautivó. Que apenas lo leyó se conectó profundamente, que es bellísimo, que bla, bla, bla (no me acuerdo más).

Mientras miraba a Adriana Varela hablando en la pantalla gigante y me enteraba de que Perfume lo escribió Jorge Drexler -en general no me gusta pero este tema sí-, me propuse que cuando tocasen esa canción iba a escuchar la letra lo más atentamente posible.

Rodeada de chicos y chicas cool portadores de anteojos de sol solamente de noche y botellitas de agua mineral, se me hizo un poco difícil. No lo logré.

“Persevera y triunfarás” dicen. Así que años después, ya en casa con una copia del CD que viajó desde Uruguay, me dispuse a escuchar la letra. Y sí, como Fabio Zerpa, también Adriana Varela tiene razón.

Lo bueno de Perfume es que describe muy bien lo que es un perfume, lo que significa: “Me atravesó / tu suave vendaval / rumbo a tu recuerdo seguí / la senda de tu perfume”.

Yo tengo muy mala memoria pero si de algo me acuerdo es de los olores. Me quedó muy grabado en la nariz el perfume del chico que me dio el primer beso. No sé cuál es, pero debe ser uno muy común porque lo huelo seguido.

No sé si me gusta, simplemente me hace acordar a ese chico, en realidad a esa situación, porque no tengo presente ni la cara del chico, ni su nombre, ni nada. Lo único que me dejó fue un beso y lo único que me cautivó fue su estela.

“No hay soledad / que aguante el envión / el impulso antiguo y sutil / del eco de tu perfume”.

viernes, 18 de abril de 2008

Consumista (a conciencia)

Después de dejar el rollo de fotos para revelar en Alonso (Alsina esquina Entre Ríos) enfilo para el lado de Corrientes y me meto en Zival’s y en otras tres disquerías más. Miro mucho, revuelvo, me ensucio las manos y no compro nada, como últimamente hacemos la mayoría de los argentinos, o unos cuantos al menos.

Sigo caminando por la “avenida que nunca duerme”, ya con ganas de volver a casa y hete aquí que no tengo monedas para el colectivo. ¿Qué puedo hacer entonces? O bien me voy caminando, o me compro algo y ruego que me den vuelto con monedas.

Como no tenía ganas de volver a pie, tuve un déjà vu forzado y otra vez me encontré dentro de una disquería, hurgando entre los cds y el polvo, esta vez con la decisión de consumir.

Y también me encontré mirando con demasiada atención los precios, y haciendo cuentas: ‘Este cuesta 20 pesos entonces no hay manera de que reciba monedas. Tengo que encontrar uno que salga 19 ó 17…’

Y de repente me encontré buscando un disco ya no por estilo musical o intérprete, ni siquiera por el arte de tapa, ¡sino por el precio! Hasta ahí llegué. Otra vez afuera con las manos sucias, sin disco y sin monedas.

Sigo mi camino por Corrientes en el sentido de los autos y entre el humo que reposa por estos días en Buenos Aires y el smog del 24, aunque parezca una paradoja, se hace la luz: “El gato negro”. ¡Cuántas veces pasé por ahí y me quedé pegada a la vidriera imaginando el aroma del té de vainilla y canela! ¿Por qué nunca lo había comprado? No lo sé. Pero esta era mi oportunidad. Y no la pensaba dejar pasar.

Sin mayores preámbulos abrí la puerta y enfilé derechito para el mostrador donde están todos los frascos, incluido el té (en hebras, claro está) de vainilla y canela -para los que no me conocen, son los dos aromas que más disfruto en la vida-. El mínimo es 25 gramos ($5) pero muy segura, le dije: ‘Ponéme 50’ (no iba a andar escatimando con la vainilla y la canela). Al té le sumé 25 de pimienta negra partida (todo en bolsitas separadas, mezclar nunca es bueno) y el total marcó 15 pesos pero como le pagué con 16... ¡Me dio una moneda!

Crucé la vereda para tomarme el colectivo con una sonrisa: había comprado a conciencia y además no tenía que volver a casa caminando. Eso sí, mis manos seguían sucias.

sábado, 12 de abril de 2008

Sábado libre




“Los sábados las chicas antes de las 2, free”. Esto se puede leer en una entrada de boliche o en un flyer y a pesar de que hace un tiempo que no voy a bailar –no hace tanto pero la última vez en Brasil, no nos dieron entrada-, siempre me acuerdo de esa promo.

Quizá sea porque nunca fui a bailar antes de las dos de la mañana y siempre tuve que pagar, a no ser que estuviera en la lista de algún muñe RRPP, pero hoy pienso que es porque me hace ruido la combinación entre “sábado” y “free”.

Hace dos años que trabajo de martes a sábado y salvo que me tome vacaciones no sé lo que es tener un sábado libre.

De los dos días del fin de semana, el sábado es el día activo. Tenés para elegir: podés ir a consumir como loca a la Avenida Santa Fé porque todos los negocios están abiertos, podés ir a cortarte el pelo, a depilarte, al gimnasio, a la pileta y si tenés muchas ganas, hasta podés ir a la facultad.

Después de dos años, hoy 12 de abril de 2008 vuelvo a tener un sábado libre, y si mantengo este trabajo, parece que va a ser una cosa de todas las semanas.

Todavía no lo puedo creer. Lo primero que hice fue escribir textos para mi blog, que ya se quejaron porque está muy desactualizado. A falta de uno, escribí tres. Y ahora me parece que me voy a caminar y después a la peluquería.

A la noche tengo cena con mis amigas y quizá pueda cerrar ‘mi primer sábado libre después de dos años’ en un boliche. Sé que hasta las dos entro gratis.

Estudiar de noche


Fachada del Joaquín V. González en Montes de Oca y Quinquela

Suena el timbre, son las 23 clavadas. ¿Es el recreo? No. Es la hora de irse a casa. Mi papá hizo el secundario de noche porque trabajaba y sus horarios no eran compatibles. Así, de lunes a viernes a las 23 salía del colegio que está en la esquina de mi casa, el Joaquín V. González y caminaba rumbo a su hogar en Suárez y Martín Rodríguez, República de La Boca.

Ya pasaron más de cuarenta años de la graduación de mi padre y sin embargo hay cosas que no cambian.

Yo también debería salir a las 23, pero casi siempre me voy antes porque hay un acuerdo tácito y digamos que está estipulado cerrar más temprano. En la facultad no suena el timbre, simplemente el profesor decide cortar y unos segundos antes de la frase de despedida -“Nos vemos el miércoles que viene”-, los alumnos hacen ruido. Las chicas abren sus carteras y guardan su cuaderno y las lapiceras. Los chicos modernos llenan el morral de apuntes y los señores, el portafolio. Se levantan de la silla, y ya de pie, escuchan con esfuerzo las últimas indicaciones del profesor y salen del aula en malón.

Yo, más tranquila, más lenta, camino con pausa para ir a casita. Son las diez y cuarto, diez y media de la noche y estoy sola paseando por Caballito. La Pedro Goyena es desoladora, nadie por aquí, nadie por allá. Y todavía me restan ocho cuadras hasta la parada del 133. En el camino me cruzo con tres heladerías –Verona, Cittá Nova y una nueva que no recuerdo el nombre- y tengo que guardar las manos en los bolsillos y mirar para abajo para seguir de largo.

Igual sé que tengo otra oportunidad porque Verona tiene una sucursal a cinco cuadras de casa. Así que si me arrepiento, me puedo bajar antes y comerme uno de cinco pesos de frambuesa y mousse de limón.

Pero no, no me arrepiento porque sé que el mejor helado de Barracas es de Dylan y el colectivo no pasa por ahí, y además es tarde y quiero llegar a casa y cocinarme algo rico, caliente y salado.

Me bajo en la esquina y paso por el colegio -el Joaquín, como le decimos cariñosamente los barraquenses-. En la puerta hay una nube de chicos y chicas vestidos de guardapolvo. Miro el reloj. Y claro, son las 23.

Guarda Do Embaú


El año pasado también me fui de vacaciones a la playa. Yo, que soy bicho de montaña, hace dos años que elijo el mar y la arena para tomarme catorce días de relax y desconexión.

Seguramente de las vacaciones pasadas me quedó el recuerdo imborrable de Cabo Polonio. Esta vez, del Sur de Brasil, me llevo Guarda Do Embaú.

Tengo muy mala memoria pero ruego que este lugar me quede archivado de por vida. De todas maneras si no lo recuerdo visualmente, no importa tanto porque lo que más disfruté en Guarda Do Embaú fueron las sensaciones.

Sí, ya sé, las sensaciones no se pueden describir -¿será una frase hecha, instalada por los periodistas que no saben cómo hacerlo?- pero voy a intentarlo. Primero, como dirían los ingleses, “Picture this”: Arena blanca, día soleado, rocas amigas, cangrejos que apenas si se dejan ver, caracoles, morro, vegetación y agua de mar abierto.

En la prainha de Guarda Do Embaú, a la que se accede después de hacer una trilha por un caminito de pradera muy Laura Ingalls, no había mucho más que eso. Fuimos en grupete -éramos cuatro- y mientras discutíamos si el césped estaba cortado con máquina o se lo comían las vacas, de repente, como por arte de magia, cada uno se fue por su lado. Facu se sentó en una roca, Laura, su novia, caminó en busca de restos fósiles y caracoles, Ay charló un rato con Facu y después se acomodó solita en otra piedra.

Había tanto viento en Guarda que yo me acuné entre las rocas que me resguardaban un poco. Y ahí abrí los ojos, siempre los tuve abiertos pero en ese momento comencé a mirar con atención y a disfrutar profundamente lo que estaba viendo.

El cielo algo nublado parecía dibujado por pincel artista, el mar eterno, poderoso, se hacía escuchar bien fuerte contra las rocas. El agua helada -tan fría como la de Mar del Sur- contrastaba con la calidez de las piedras y la arena.

Creo que nunca estuve tan concentrada en mi vida –¡ojalá me pasara lo mismo cada vez que agarro un apunte!-. Tal era el grado de concentración que a pesar de mi miopía y astigmatismo vi un caracol en un charco de agua entre las rocas. “Parece vivo”, me digo y lo agarro para mirarlo mejor. Corroboro que estaba vivo nomás y enseguida pensé: “Qué bien que viven algunos”.