sábado, 12 de abril de 2008

Estudiar de noche


Fachada del Joaquín V. González en Montes de Oca y Quinquela

Suena el timbre, son las 23 clavadas. ¿Es el recreo? No. Es la hora de irse a casa. Mi papá hizo el secundario de noche porque trabajaba y sus horarios no eran compatibles. Así, de lunes a viernes a las 23 salía del colegio que está en la esquina de mi casa, el Joaquín V. González y caminaba rumbo a su hogar en Suárez y Martín Rodríguez, República de La Boca.

Ya pasaron más de cuarenta años de la graduación de mi padre y sin embargo hay cosas que no cambian.

Yo también debería salir a las 23, pero casi siempre me voy antes porque hay un acuerdo tácito y digamos que está estipulado cerrar más temprano. En la facultad no suena el timbre, simplemente el profesor decide cortar y unos segundos antes de la frase de despedida -“Nos vemos el miércoles que viene”-, los alumnos hacen ruido. Las chicas abren sus carteras y guardan su cuaderno y las lapiceras. Los chicos modernos llenan el morral de apuntes y los señores, el portafolio. Se levantan de la silla, y ya de pie, escuchan con esfuerzo las últimas indicaciones del profesor y salen del aula en malón.

Yo, más tranquila, más lenta, camino con pausa para ir a casita. Son las diez y cuarto, diez y media de la noche y estoy sola paseando por Caballito. La Pedro Goyena es desoladora, nadie por aquí, nadie por allá. Y todavía me restan ocho cuadras hasta la parada del 133. En el camino me cruzo con tres heladerías –Verona, Cittá Nova y una nueva que no recuerdo el nombre- y tengo que guardar las manos en los bolsillos y mirar para abajo para seguir de largo.

Igual sé que tengo otra oportunidad porque Verona tiene una sucursal a cinco cuadras de casa. Así que si me arrepiento, me puedo bajar antes y comerme uno de cinco pesos de frambuesa y mousse de limón.

Pero no, no me arrepiento porque sé que el mejor helado de Barracas es de Dylan y el colectivo no pasa por ahí, y además es tarde y quiero llegar a casa y cocinarme algo rico, caliente y salado.

Me bajo en la esquina y paso por el colegio -el Joaquín, como le decimos cariñosamente los barraquenses-. En la puerta hay una nube de chicos y chicas vestidos de guardapolvo. Miro el reloj. Y claro, son las 23.

No hay comentarios: